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El Negro Cochino

Autor: Carlos Campos Serna
Edición: Anahí Vásquez-de-Velasco

Mi lugar de nacimiento fue México, en Acapulco, para ser preciso.
Mis abuelos me heredaron una piel cobriza porque los árboles genealógicos de mis padres-abuelos, eran de África y de algún lugar de Europa, además.
Mi abuela con su piel oscura, se ganaba la vida practicando medicina herbolaria, que en la actualidad es conocida como medicina alternativa. Mi abuelo de piel clara, era amigo de los niños del pueblo porque acostumbraba contar cuentos sobre viajes a otros países, a pesar de que no tenía ninguna biblioteca porque vivía en una parcela en la que él sembraba arroz, maíz, frijoles y chile; estos productos eran para consumo propio y para venta. Su espacio de dormir estaba sobre un frondoso ciruelo.
A mis otros abuelos no los conocí, ya que murieron muy jóvenes.

Cuando nací, mi madre se horrorizó de mi apariencia, pues la teoría de Darwin se hizo tangible en esta criatura recién nacida. Ella, como cualquier madre, tuvo la esperanza del cisne: nacen feos pero con el tiempo se vuelven hermosos… Pero, la teoría de Darwin sigue vigente y lo seguirá estando, pues no visitaré ningún cirujano plástico a estas alturas del partido. Crecí bajo el intenso sol acapulqueño, el que con el tiempo reforzó el color de mis antepasados africanos en mí.

Así, se inició una era de apodos para mí. Me decían “el negro cambujo”, “Memín Pingüín”, “el mono”, “el cenizo” y algunos otros que ya mi memoria había olvidado. Aunque esta señalización por parte de mis compañeros me volvió tímido por bajar mi autoestima, desarrollé una estrategia natural para conseguir el respeto de algunos de ellos. Me transformé en uno de los alumnos más sobresalientes de mi clase; seguía creciendo y seguía manteniendo el prestigio de estar en el grupo de los más estudiosos.

Para cuando los juegos infantiles se acabaron y empezaron a surgir los sueños de adolescente, me enamoré de una de las chicas más hermosas de la escuela. La esperaba a la salida de la secundaria. Un día me volví valiente por algunos minutos y le pregunté si quería ser mi novia; esperé por segundos que parecieron eternos, sentí un frío glacial en el calor tropical de todo mi cuerpo y cuando me sentí desfallecer, escuché por fin la respuesta: la niña más bella no quería ser la novia del niño más negro y feo de todo Acapulco y sobre todo, no veía ningún futuro en éste. Yo, tristísimo, sintiéndome muy solo, tuve miedo de la vida, de que no existiera. Hablé muy poco, me puse ausente, sentía deseos de no existir, de guardar mi identidad por ese bofetón dado a un rostro de niño.

Debido a esas crueles palabras, me propuse ser alguien en la vida. Olvidé mi deporte preferido que era el fútbol, que me había dado la oportunidad de conocer y darle la mano al Rey Pelé. Perdí el descanso reparador de las noches, aprendiendo matemáticas, dibujo técnico, física, química, español y otras materias. Finalmente, me fui a estudiar para ser un profesional y servir al desarrollo de mi país.

En ese período tuve un maestro que me dijo que yo nunca llegaría a ser arquitecto porque yo no tenía “presencia de arquitecto”. Nunca entendí con exactitud, lo que significó ese mensaje. No sé si se refería a que mis anteproyectos eran muy malos o a que mi apariencia no correspondía al estereotipo que él tenía de un arquitecto.

Con ganas de poder, logré mi objetivo y por fortuna, me fui a realizar un proyecto social en el estado de Chiapas, donde la pobreza era más que miserable y en donde el autóctono aún caminaba debajo de las banquetas, pues sobre éstas iban solamente los “coletos” (nativos de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas). En tres años de trabajo se mejoraron algunas viviendas con ayuda de la comunidad y a la vez, les fui enseñando sus derechos a través de la Constitución Mexicana. Esta actividad me volvió un supuesto mexicano comunista e indeseable en mi país, desde Chiapas.

Pero, la vida, me reservaba una sorpresa que me hubo negado durante doce años: conocí a una alemana. No lo podía creer. Las flechas de cupido encontraron mi corazón enamorándome de mi modelo parecida a Claudia Schiffer… que sólo quería una aventura…

Le había atraído todo lo opuesto a ella: una estética distinta y un color de piel quemada por el sol de las montañas de los altos de Chiapas. Así que, nuevamente, con el corazón destrozado, una maleta, una grabadora y varios cartones que contenían libros revolucionarios, regresé a la casa de mis padres para recuperar fuerzas y seguir en la búsqueda de ser alguien. Pero, como algunos recuerdos seguían presentes, no dejaba de pasar por el frente de la casa de mi primer amor platónico, sin lograr verla.

Me fui en busca de nuevos horizontes y gracias a la desgracia, retomé la práctica de mi quehacer profesional, restaurando inmuebles históricos abandonados y olvidados por muchos años y que no se habían caído con el terremoto de septiembre del ochenta y cinco. En un trabajo casi como forzado y con un salario que alcanzaba para comer lo injusto al día, participé en el levantamiento de la Ciudad de México y en ese entonces, el destino me unió una vez más a Alemania: me otorgaron una beca para estudiar alemán en un país en el que fueron asesinados seis millones de judíos por la absurda finalidad de hacer una limpieza “racial” (lo apropiado dentro de lo inmoral, sería “limpieza étnica”). En ese entonces, los alemanes no hablaban sobre su historia nefasta.

En ese tiempo, conocí a la hija de una pareja que se salvó de la guerra, que tenía reservado el pensamiento hitleriano, en el que la raza aria no debía mezclarse con otra, mucho menos oscura. Ya, al ser mis suegros, desheredaron por un tiempo a su hija por el hecho de haberse unido a un mexicano que además, era de piel morena. Otros, llegaron a pensar que yo había aprovechado la ocasión para salir huyendo de mi país pobre y tomar los beneficios de un país desarrollado, pero, la conciencia de las nuevas generaciones cambió: ya no era como la suya, así que, un año después, los colores se mezclarían con el nacimiento de una niña muy bella de piel canela, la que en sus días de inocencia, me defendería cuando algunos niños alemanes le decían que yo era un “Ausländer” (extranjero en Alemania es discriminatorio). Ella les contaba, que yo no era un extranjero, sinó, un mexicano. Con ese encuentro mi vida se transformó, al lado de mi esposa y con la crianza de nuestra hija. Así, fui conociendo nuevos países: Argentina, la India y sí, sobre todo, Alemania. Mi permanencia en ese país terminó con el traslado de mi esposa al país del tango. En Argentina, representé a Alemania debido al trabajo de mi mujer. Empecé a conocer esas culturas y a leer libros de Goethe y Schiller. Conocí personalmente a Günter Grass y a Uwe Timm. Platiqué con Carlos Fuentes y Laura Esquivel. Me encontré criticando películas mexicanas con Vargas Llosa; todos ellos, personajes sumamente reconocidos y al mismo tiempo, muy gentiles y dispuestos. Estaba ya, en la “high society”, pero, también me escondí en alguna esquina con los meseros para platicar con ellos, porque mostraban más consideración que una señora de nariz respingada que me dejó hablando solo y sin disculparse al ver a algún embajador o cónsul.

Los viajes intercontinentales se volvieron comunes, pero aún, en los aeropuertos de Argentina, Alemania o México, sospechan que soy narcotraficante o terrorista. Nuevamente mi apariencia me juega malas pasadas. Creen que mi pasaporte es falso porque llevo un pasaporte oficial alemán con nacionalidad mexicana. Esto no lo entienden los controladores de migración y me pasan al salón de los acusados.

Alguna vez, al estar en uno de estos locales, vi un cartel con una pregunta muy curiosa que decía: “¿El racismo, es natural o cultural?”. Esta pregunta me hizo reflexionar por varios años, hasta hace unos días.

Una tarde, mirando la inmensidad del mar y paseando por un malecón de Lima, con el objetivo de prevenir esas enfermedades que se presentan después de los cuarenta, se me acercó un niño sonriente, no mayor de tres años, que me hizo recordar otro de los apodos que creí que había olvidado, diciéndome con un saludo: “¡Hola, Negro Cochino!”

Barranco, 22 de septiembre del 2008

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